La Naturaleza me regaló un paisaje, y yo le regalé un poema

logoMiré un paisaje en el que se veían unas nubes, sobre unas montañas, y un río que serpenteaba entre montes y campos. Sencillamente bello. Cautivador. Evocador. Enseguida me asaltaron infinidad de poemas de autores que le escribían a la Naturaleza, pero en especial a los ríos, con esa particularidad tan similar a la de los seres humanos. Nacen, de un manantial o del deshielo de las cumbres nevadas. Crecen, alimentándose de otros arroyos o ríos menores y de la lluvia que vierten las nubes sobre su cauce. Se reproducen (o no), dando lugar a otros pequeños ríos que en su discurrir también pueda crecer y desarrollarse. Y por último, mueren; en otros ríos, en un lago o en la mar que paciente espera su llegada, para mezclar sus aguas saladas con el dulzor del camino recorrido.

Que privilegiado el río, que da refugio, amparo y alimento a otras criaturas que de nada conoce. Qué desinteresada su condición que nada pide a cambio y sigue su camino. Qué belleza saberse agua de un cauce bravo y rico, cuando antaño fue agua evaporada en una nube desde la que observaba, quizá con envidia, el discurrir de otras gotas. Cuánta vida guarda el río en su camino. ¿Y nosotros? ¿Somos río? ¿Somos nube? ¿Somos deshielo? ¿Acompañamos, cobijamos, ayudamos, desinteresadamente, a otros desconocidos que nadan en nuestras aguas, quizá perdidos, quizá solos, quizá señalados? «…nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir…», escribió el poeta.

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