¿No os ha pasado, algunas veces, vivir como en una monotonía repetitiva que puede hacernos la vida «menos llevadera»? Te levantas a la misma hora; haces las mismas cosas; sales a la calle como siempre; las mismas caras de las mismas personas; el mismo transporte; el mismo trabajo… Te da la impresión de vivir de forma «automática», como si no fueras consciente, muchas veces, de dónde estás o por dónde caminas, aunque hayas llegado a tu destino sin problema alguno. Incluso te preguntes, ¿cómo he llegado hasta aquí, que no lo recuerdo? Eso, si así fuera, no sería vivir plenamente, sino en modo «inconsciente».
Pues bien, imagina ahora, por un momento, que el Universo, el Destino, el Azar, o lo que tú quieras, te concede aquello que la mayoría de los Seres Humanos anhelamos y perseguimos, pero una vez que hemos creído alcanzarlo no sabemos o nos da miedo hacer uso de él. Me refiero al libre albedrío. He dibujado en estos versos que ahora comparto en esta entrada la imagen de un hombre cualquiera, en una ciudad cualquiera, que una mañana de otoño, sin saber por qué (o sí), decide NO hacer lo que hacía cada día y encuentra, quizá, lo que siempre había buscado. O encuentra, quizá, lo que nunca había buscado. Feliz lectura.
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Si te apetece puedes escuchar el poema
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Hoy recuerda aquella mañana de otoño
en la que el Universo decidió jugar con él
al incomprensible juego del libre albedrío;
ese juego por todos reivindicado y anhelado
y en el que el miedo se apodera de nosotros
con tan solo observar las piezas sobre el tablero.
Misma hora, mismo andén, mismo tren,
de un mismo día.
Mismas caras, mismos asientos, mismo destino,
el siempre conocido.
Aún no entiende cómo sucedió lo sucedido,
él, que siempre tenía todo controlado y medido,
él, que creía tenerlo todo medido y controlado
olvidó bajarse en la parada que cada mañana se bajaba
y no es que se hubiera dormido, quizá soñaba despierto
ignorando si realmente decidió lo entonces decidido.
Decidió descender en la siguiente estación, y descendió
se cambió de vía para cambiar ahora de dirección
y llegando al nuevo andén la encontró a ella,
caminaba sumergida en la lectura de un libro
segura de nadar entre aguas perfectamente conocidas
sin reparar en el solitario hombre solo que la miraba.
Distinta hora, distinto andén, distinto tren,
de un mismo día.
Distintas caras, distintos asientos, distinto destino,
ahora desconocido.
Acaba de despertarse sin que sonara el despertador,
aún le envuelven las finas sábanas de algodón
que cada noche cubren sus cuerpos desnudos.
El tiempo ha dejado que su tiempo no se detenga.
Se ha incorporado y observa cómo a su lado duerme ella,
y sobre su mesilla aquel libro de aguas dulces y saladas
en el que ella se sumerge y nada y vive y sueña
cada noche de cada día cuando él la abraza
y ambos se aman como nunca antes se amaron.
Quizá otro día recuerde aquella mañana
de otoño
en la que el Universo decidió jugar
con ella.
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😉
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