¿Por qué nos empeñamos, muchas veces, quizá demasiadas, en no hablar con nosotros mismos? Y lo que quizá sea más importante: en escucharnos. Somos, o al menos deberíamos ser, nuestro mejor amigo. Al que le puedes (o deberías poder) contarle todo. De nada valdría la mentira o el engaño pues, a la larga, es muy posible que pagáramos un alto precio y, estoy seguro, no valdría la pena.
En algún momento es posible que la conversación se ponga un poco tensa. Incluso escuchemos palabras que no nos gusten. ¿Y qué? ¿Dónde está el problema? La sinceridad no se comparte para hacer daño al que la escucha, se comparte para mostrarle al otro lo que quizá no vea (o no quiera ver). Podemos ser el espejo en el que se refleje una imagen que, quizá, no nos guste ver. Pudiera ser el momento de cambiarla. Pero, para ello, deberíamos hablarnos y escucharnos; escucharnos y hablarnos. ¿Por qué no empezar hoy?
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Si te apetece puede escuchar el poema
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He decidido sentarme,
conmigo,
en este banco del viejo parque
y conversar.
Hace tiempo que quería hacerlo
pero nunca encontré el momento
oportuno para propiciar el encuentro,
o quizá debería decir: reencuentro.
La última vez no terminó bien la charla,
no sé si fui yo,
no sé si fue él,
no sé si fuimos ambos,
o ninguno de los dos,
el caso es que hablábamos a la vez
y ninguno escuchaba,
el caso es que escuchábamos a la vez
cuando ninguno hablaba.
Falta de coordinación, decía yo.
Falta de coordinación, decía él.
Y así nos despedimos.
Sin un “adiós”.
Sin un “hasta luego”.
Sin un “hasta siempre”.
Ha llovido y nevado desde entonces.
Muchas noches sin luna
y muchos amaneceres nublados;
muchas noches estrelladas
y muchos amaneceres soleados…
Y la distancia seguía entre nosotros,
sin hablarnos,
sin escuchar nada,
ni el silencio siquiera.
El viejo parque ahora sería testigo
de este instante tanto tiempo esperado;
caminamos juntos,
yo contigo
y tú conmigo.
Me he sentado.
Nos hemos sentado.
Ahora tú hablas.
Ahora yo te escucho.
Después…
¿Qué importa lo que venga después
de tan ansiado reencuentro?
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