Todas las estaciones del año están preñadas de poesía, las mires desde el lugar o la distancia que quieras. Solo tienes que saber mirar y, sin duda, va a ser muy fácil que la encuentres. No obstante, y es una opinión muy personal, el otoño y la primavera pueden evocarnos momentos más ‘poéticos’ que el invierno o el verano. Quizá por esos colores tan particulares que adornan la Naturaleza cuando la acompañan. Quizá porque afectan a nuestro ‘estado anímico’ de una forma particular. Quizá porque nacen con los equinoccios que igualan la duración del día y la noche.
Me considero afortunado, por muchas razones, que ya he compartido en este lugar de encuentro en el que escribo. No obstante, esa fortuna que ahora reconozco, no es nada más (y nada menos), que el hecho de vivir cerca de varios parques y zonas ajardinadas que me permiten pasear y disfrutar de la Naturaleza. Me gusta recorrer sus caminos y sendas, ver las fuentes, el lago, los espacios infantiles, la gente haciendo deporte o simplemente paseando, o sentada en los bancos que escoltan sendas y caminos. De esos paseos, de ese mirar, de ese observar, de ese caminar, de ese vivir…, estos versos que ahora comparto.
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Si te apetece puedes escuchar el poema
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Amanece el día sobre el parque
mientras la ciudad se despereza,
parece que sin la premura
de los días laborables
en el que el movimiento por sus caminos y sendas
de niñas, niños, padres y madres
cargados con mochilas llenas de libros,
cuadernos, lapiceros de colores…,
y quizá algún que otro sueño,
llenan de sonido los silencios
que la Naturaleza comparte.
Un suave rocío perla las verdes praderas
que alfombran los suelos entre sendas y caminos,
incluso algunas hojas que visten los árboles
de colores otoñales,
y que aún penden fugaces hasta la llegada
de los vientos que desnudarán sus ramas
adornan sus bordes con lágrimas de agua dulce
que saludan al sol que llega.
Un corredor, seguido de otro y otros dos más,
toman la senda que bordea el lago
ataviados con su ropa deportiva;
uno de ellos lleva unos cascos en sus oídos,
quizá escuchando una música
que acompañe su carrera,
quizá tan solo que acompañe sus pensamientos,
los otros, han elegido el sonoro silencio
que comparte el parque.
Una joven pareja suben, de dos en dos,
los escalones que llevan hasta la meseta,
sin aparente esfuerzo;
ella con su indumentaria en tonos azules,
él en cálidos colores otoñales,
se miran, se sonríen, se retan.
Amanece el día sobre el parque
mientras la ciudad se despereza,
y el hombre solitario se ha acercado,
una mañana más, hasta la fuente de agua potable
que hay junto al campo de fútbol,
solo se escucha el cansado pisar de sus pisadas.
Una mañana más ha dejado un par de bolsas,
con publicidad de un cadena de ropa conocida,
y en las que guarda todas sus pertenecías
a esa distancia prudencial
que aconseja el sentido común,
para dejarlas a salvo de que las alcance el agua
que mana de la fuente,
cuando el hombre solitario se asea,
una mañana más,
de lo que son testigos las aves y los árboles
y el amanecer y la soledad de sus pensamientos.
Amanece el día sobre el parque,
quizá para el hombre solitario
sea solo un día más;
quizá para el hombre solitario
solo sea un día menos.
Sus pies cansados han retomado su caminar,
una bolsa en cada mano;
al frente una encrucijada de caminos,
a su espalda un lejano pasado que no volverá.
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