Nací el siglo pasado. Es cierto, pero no deja de ser una obviedad. Si bien, me encanta mirarme a los ojos cuando me busco en el espejo, y encuentro la luz y la ilusión de ese niño que fui. No importa que esa mirada esté enmarcada por el paso del tiempo; por alguna que otra arruga nacida de la risa y del llanto; de alegrías y tristezas; de las miserias de un Mundo que, a veces, es cruel e insolidario; de las alegrías de un Mundo que, a veces, es piadoso y solidario.
Las experiencias que cada uno vivimos nos construye y nos modela, mostrando como resultado lo que cada uno somos en este momento actual, en el que yo estoy escribiendo; en el que tú estás leyendo. La meta que ahora hemos conseguido es solo el producto de los caminos que hemos recorrido. Elegimos. Cada momento elegimos entre una cosa y otra; entre un hacer y un no hacer; entre un hablar y un silencio; entre detenernos o seguir caminando.
Este domingo de invierno en el que me siento frente a mi ventana y su cristal, transparente y silencioso, me devuelve esta imagen que me acompaña, unos versos han comenzado a hilvanarse en mi memoria y, puntada tras puntada, han cosido un poema. Fina es la aguja que sortea cada palabra sin dañar su tejido. Suave. Cálida. Sin aristas. Deslizándose sobre el tapiz huérfano de versos, asida por los dedos del poeta que, con los ojos cerrados, le regala su libertad sin esperar recompensa.
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Si te apetece puesdes escuchar el poema
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Afortunada la mirada
que descubre en el espejo
las huellas de una vida
sin importarle las cicatrices
que adornan su piel
testigos mudos y silenciosos
del paso de una primavera tras otra
de amaneceres y atardeceres
que han acompañado su camino.
Afortunada la mirada
que descubre en el mirar de sus ojos
la juventud de aquellos años
que lejanos ya quedaron
pero siguen iluminando
como iluminan las estrellas
en las noches de Luna Nueva
cuando los otoños regalan su presencia
alfombrando caminos con su pasado.
Afortunada la mirada
que descubre los sueños
en otro tiempo soñados
en otro tiempo vividos
manteniendo las ilusiones
por alcanzar lo inalcanzable
con tan solo alargar su mano
y acariciar con la punta de sus dedos
los suaves susurros que acerca el viento.
Afortunada la mirada
que se busca en el reflejo
del correr de los arroyos
hasta encontrarse de nuevo
y sonreírse y amarse
como antes lo hacía
siempre los mismos ojos
nunca la misma agua.
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