A veces, algunas veces, me gusta caminar en soledad; me gusta estar en soledad; me gusta esa soledad que acompaña tu silencio, en silencio, y te deja caminar sin marcarte rumbo ni destino. Simplemente dejo que mis pies o mi imaginación viaje allá donde quiera viajar, sin impedimento alguno; sin exigencias; sin buscar un fin concreto. Tan sencillo como eso. Tan complicado como eso. Esa compañía me permite, a veces, algunas veces, a conversar conmigo mismo, escuchar y escucharme; hablar y hablarme. No interviene. Tampoco espero que lo haga. Quizá si lo hiciera dejaría de ser soledad.
En alguna que otra entrada he hablado de la soledad, y de la necesidad, al menos para mí, de sentirla a mi lado; de permitir su compañía durante un buen trayecto; de dejarla que tome mi brazo, o yo el suyo, y caminar juntos. En esta ocasión he querido trenzar unos versos, entre silencios, recordando una imagen que, durante unas cuantas semanas, pude ver desde mi ventana, todos los días, y a la misma hora. Los primeros días lo observé por casualidad. El resto de los días buscaba esa imagen que, en su momento, llamó mi atención. Un hombre solo caminando en soledad, sin aparente destino. ¿Qué pensamiento acompañaría su caminar, cada día? ¿Qué podría preguntarse? ¿Qué podría responderse? Intenté averiguarlo, y pude entender.
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Si te apetece puedes escuhar el poema
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La lluvia caía fina,
casi sin ganas,
en esa mañana de otoño
en la que una paleta de colores
de amarillos, ocres y rojizos tonos
alfombraban distraídamente
las aceras troqueladas de alcorques
donde anidan alineados los árboles.
La lluvia caía fina,
casi sin ganas,
sobre él y la soledad que le acompañaba
a la que prestaba su brazo siempre
al salir de casa.
No sé si entre las cuatro paredes
que le resguardan,
cuando no sale a caminar caminos,
convive con la misma soledad
o es otra la que aguarda paciente su regreso.
La lluvia caía fina,
casi sin ganas,
parecía no importarle
que las diminutas gotas de agua,
obedientes y disciplinadas,
cayeran sobre su abrigo de paño gris
hasta empaparlo por completo.
Nunca le gustaron los paraguas,
le impedían ver las nubes
le impedían ver la lluvia,
musitaba en silencio,
le impedían ver y entender.
Siempre bien vestido
jamás descuidó su atuendo,
al menos,
cuando salía a caminar caminos
con la soledad siempre cogida de su brazo.
Le gustaban los sombreros,
su preferido uno de paño
que le hacía juego con el abrigo,
sombrero de ala, discreto pero elegante;
le conocí otros
pero nunca como aquel que lucía como nadie.
La lluvia caía fina,
casi sin ganas,
nunca supe realmente
quién acompañaba a quién,
si él a la soledad
o era la soledad la que le hacía compañía.
Un día dejé de verles, al menos juntos.
Me pregunto qué será de él,
qué habrá sido de él,
de ella no me preocupo, ni me lo pregunto,
pues ahora va cogida de mi brazo
y me hace compañía.
Le pregunté por él una mañana,
hace ya unas mañanas,
cuando salimos a caminar caminos,
y no me respondió.
No volví a preguntar.
No volví a insistir.
¿Para qué?
Su silencio me lo dijo todo.
La lluvia cae fina,
casi sin ganas,
esta mañana de otoño.
Me compré un sombrero de ala,
discreto pero elegante,
y un abrigo de paño de color gris
haciendo juego.
Ahora veo las nubes
ahora veo la lluvia,
ahora pudo ver y entender
caminando solo con mi soledad
cogido de su brazo.
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