A veces, algunas veces, me gusta caminar en soledad; me gusta estar en soledad; me gusta esa soledad que acompaña tu silencio, en silencio, y te deja caminar sin marcarte rumbo ni destino. Simplemente dejo que mis pies o mi imaginación viaje allá donde quiera viajar, sin impedimento alguno; sin exigencias; sin buscar un fin concreto. Tan sencillo como eso. Tan complicado como eso. Esa compañía me permite, a veces, algunas veces, a conversar conmigo mismo, escuchar y escucharme; hablar y hablarme. No interviene. Tampoco espero que lo haga. Quizá si lo hiciera dejaría de ser soledad.
En alguna que otra entrada he hablado de la soledad, y de la necesidad, al menos para mí, de sentirla a mi lado; de permitir su compañía durante un buen trayecto; de dejarla que tome mi brazo, o yo el suyo, y caminar juntos. En esta ocasión he querido trenzar unos versos, entre silencios, recordando una imagen que, durante unas cuantas semanas, pude ver desde mi ventana, todos los días, y a la misma hora. Los primeros días lo observé por casualidad. El resto de los días buscaba esa imagen que, en su momento, llamó mi atención. Un hombre solo caminando en soledad, sin aparente destino. ¿Qué pensamiento acompañaría su caminar, cada día? ¿Qué podría preguntarse? ¿Qué podría responderse? Intenté averiguarlo, y pude entender.