Desde el pasado 24 de febrero, con cada latido de mi corazón, nacen en mi palabras de indignación, de incomprensión y de tristeza. Me siento mal, pero mal físicamente. Me falta el aire. Siento dolor físico. Ganas de llorar. Ganas de gritar. Incluso ganas de odiar. Sí, de odiar. Pero enseguida procuro detenerme y reflexionar. Reflexionar sobre el odio, llegando a la conclusión de que ese sentimiento nunca proporciona algo bueno. Es una mala semilla que no debo cultivar.
Confieso que me cuesta mucho apartar esta sensación que me late, pero debo hacerlo. Debo centrarme para intentar comprender (cuestión nada fácil). Empatizar con lo que estamos viviendo. Con lo que están padeciendo muchos inocentes, tanto en Ucrania, como en otros países que están en guerra. Quizá el que sea en Europa; tan cerca de nosotros; en barrios similares a los nuestros; con familias con unas vidas como pueden ser las nuestras. Hacen que nuestra percepción y nuestra sensación sean más intensas.