Se llamaba Hugo y tenía tan solo 16 años. Toda una vida por delante para vivirla; para soñarla y para vivirla; para acertar y para errar; para elegir y desechar; para amar y ser amado; para sentir y hacer sentir… Cuando un accidente de tráfico acaba con todo ello, y con mucho más, para siempre. Unos padres destrozados, un hermano que no comprende, unas amigas y amigos que se niegan a aceptar, unos familiares que no saben qué decir. ¿Qué dices en una situación, «irracional y antinatural», como es la pérdida de un hijo? Sale de casa; se despide hasta más tarde; te despides hasta más tarde… Y ese «más tarde» ya nunca va a llegar.
Hace tiempo, mucho tiempo, que soy consciente de que la muerte forma parte la vida. Que la muerte habita donde hay vida, pues es el lugar en el que se «alimenta». La muerte no «pierde el tiempo» con los muertos, tan solo quiere «arrebatarles el tiempo» a los que viven. Puedo entender a la muerte cuando se lleva a una persona que «ha vivido su vida», o que padece una enfermedad por la que está sufriendo; el aceptarlo o no es otro asunto a tratar en otra entrada. Pero llevarse una vida a «destiempo» se me hace difícil de entender o aceptar. Aun así, no olvido que la vida es un regalo maravilloso que seguiré aceptando, a veces con sentimiento agridulce, hasta llegado el momento. DEP.